El cuaderno verde

viernes, abril 14, 2006

Marrakech: la aventura africana a nuestro alcance.

Me sorprendo por lo poco que valora el mundo desarrollado la aventura y el exotismo de otras civilizaciones. Parece que entre las preferencias de las sociedades ultraconsumidoras y hedonistas occidentales no se encuentra el placer de explorar mundos distintos, de descubrir rincones del planeta desconocidos o de encontrarse con gentes con unos valores y una forma de vivir que ignoramos por completo. Es la impresión que me llevo al observar lo que más aprecia la sociedad en la que vivo: lujo, comodidad, tranquilidad, relax, ocio, vicio... En lo más alto del ranking de preferencias unas vacaciones en Punta Cana o en un crucero; en Ibiza o en la Costa del Sol.

Sin embargo, creo que muchos desconocen las sorpresas que esconden otros destinos más olvidados. Algunos pensarán al leer estas líneas que escaparse a un país lejano es algo que sólo se pueden permitir los bolsillos más pudientes, pero por la accesible cantidad de 170 euros acabo de volver de una visita de cinco días a Marrakech que ha satisfecho plenamente mi afán aventurero. Tras mi experiencia solidaria en Palestina es el segundo viaje de este tipo que emprendo y de nuevo he sentido la magia del pasado verano: la intensidad de las relaciones con personas de otra cultura, la emoción de levantarme sin saber qué sorpresas me deparará el nuevo día, la riqueza de sabores, olores, sonidos... Ha sido otra vez fascinante. Me quedo para el recuerdo con grandes momentos:

El viaje de ida de once horas en un tren cochambroso, de los años 60 –según mi compañero de asiento marroquí-, con una luz lúgrube y unos vaivenes que hacían temer por un descarrilamiento. A ello se añade que nos encontrábamos hacinados en un vagón sobrecargado de pasajeros. Aunque parezca un episodio tremebundo tuve la sensación de haber viajado atrás en el tiempo. Fue un preludio perfecto para nuestra llegada porque hizo más patente que habíamos traspasado la frontera que separa a nuestro previsible mundo civilizado de la vida rebosante, bulliciosa y alborotada que hace años que nuestra sociedad desechó.

Said y Youssef, los dos amigos marroquíes que nos guiaron y nos ayudaron en todo momento. Aunque al principio no nos transmitían mucha seguridad porque parecían unos pasaos raveros de poco fiar, con el tiempo nos dimos cuenta de que lo daban todo por nosotros. Sin ellos el viaje no habría sido el mismo.

El tour en bicicleta sorteando el caótico tráfico de la ciudad. A pesar de que nos estábamos jugando el pellejo –si ya es peligroso ir en bici en una ciudad española, imaginad en una marroquí- nos lo pasamos como críos con su juguete de reyes.

La plaza de Jemaa Elfna. Había leído antes de llegar a Marrakech que la ciudad merecía la pena tan solo por este lugar y es verdad. En realidad se trata de una explanada, vacía de atractivo arquitectónico, pero llena de reclamo humano, porque desde bien temprano miles de figurantes inundan su espacio con su música, sus mercancías y sus atracciones componiendo una escena en la que merece la pena participar. Por si fuera poco, la puesta de sol es alucinante, un espectáculo de luces y colores acompañado de la locura de la música y los gritos de la plaza, que asombrosamente se vuelven silencio sobrecogedor cuando con la caída del sol el almuecín convoca a los creyentes a la mezquita.



Las maravillosas vistas desde la cordillera del Atlas con el río Oureka, el rojo y el verde intensísimo de la montaña, las gentes de ese mundo rural y apacible... Más allá, el desierto, África, una tierra extensísima y que esconde innumerables riquezas de vida y naturaleza.

Desconozco hasta cuándo el mundo nos ofrecerá esta diversidad que, por fortuna, se encuentra tan cerca nuestra, en Marruecos. Lamentablemente el tiempo unificará hasta el último rincón del planeta y lo diferente será sólo un recuerdo museificado del que sacará provecho el todopoderoso Dios “Consumo”. Mirad lo que ha pasado con Europa. Creo que no debe ser lo mismo una visita al Londres, París o Viena de hoy, que una de hace unas cuantas décadas. Mc Donalds y compañía han restado encanto a la experiencia de viajar. El centro histórico de nuestras ciudades es sólo un teatro que intenta reproducir y explotar económicamente, a veces sin éxito, la originalidad que hace tiempo perdió. Por supuesto, no niego que se disfrute recorriendo el viejo continente, pero hoy seguro que cuesta más trabajo exprimir el jugo sabroso de esos países que hace unos años. Extraer esos sabores de un viaje a otra cultura no cuesta nada sin embargo. Al contrario, es inevitable enamorarse de esos lugares extraños y de esas gentes entrañables y acogedoras. En fin, no nos engañemos, a pesar de lo que diga la embaucadora publicidad, los verdaderos tesoros de nuestro mundo no los encontraremos en la artificial “Marina d´Or ciudad de vacaciones”, sino en lugares auténticos, como Marrakech.